Había una vez un mago simpático y alegre al que le encantaba hacer felices a todos con su magia.
Era también un mago un poco especial, porque tenía alergia a un montón de alimentos y tenía que tener muchísimo cuidado con lo que se llevaba a la boca.
Constantemente le invitaban a fiestas y celebraciones, y él aceptaba encantado, porque siempre tenía nuevos trucos y juegos que probar. Al principio, todos eran conscientes de las alergias del mago y ponían especial cuidado en preparar cosas que pudieran comer todos. Pero, según fue pasando el tiempo, se fueron cansando de tener que preparar siempre comidas especiales y empezaron a no tener en cuenta al buen mago a la hora de preparar las comidas y las tartas.
Entonces, después de haber disfrutado de su magia, le dejaban apartado sin poder seguir la fiesta. A veces, ni siquiera le avisaban de lo que tenía la comida, y en más de una ocasión, se le puso la lengua negra, la cara roja como un diablo y el cuerpo lleno de picores.
Enfadado con tan poca consideración, torció las puntas de su varita y lanzó un hechizo enfurruñado que castigó a cada uno con una alergia especial. Unos comenzaron a ser alérgicos a los pájaros o las ranas, otros a la fruta o los asados, otros al agua de lluvia… Y, así, cada uno tenía que tener mil cuidados con todo lo que hacía.
Cuando varias personas se reunían a comer o celebrar alguna fiesta, siempre acababan visitando al médico para curar las alergias de alguno de ellos. Era tan fastidioso acabar todas las fiestas de aquella manera que, poco a poco, todos fueron poniendo cuidado en aprender qué era lo que producía alergia a cada uno, y preparaban todo cuidadosamente para que quienes se reunieran en cada ocasión pudieran pasar un buen rato a salvo.
Las visitas al médico fueron bajando y, en menos de un año, la vida en aquel pueblo volvió a la total normalidad, llena de fiestas y celebraciones, siempre animadas por el divertido mago, que ahora sí podía seguirlas de principio a fin. Nadie hubiera dicho que en aquel pueblo todos y cada uno eran fuertemente alérgicos a algo.
Algún tiempo después, el mago enderezó las puntas de su varita y deshizo el hechizo, pero nadie llegó a darse cuenta. Habían aprendido a ser tan considerados, que sus vidas eran perfectamente normales y podían disfrutar de la compañía de todos con sólo adaptarse un poco y poner algo de cuidado.
Este cuento se lo he tomado prestado a Lourdes GS, una mamá que pertenece al grupo del Facebook “Niños con alergia a la proteína de la leche de vaca (APLV)”
No estaría nada mal que por un momento nos pusiéramos todas en la piel de ese mago o… en la de su madre.